LA APARIENCIA

13.08.2024

´Por: Damian Zeballos

El Loco siempre se me aparecía en cualquier parte. Créanme: aunque cerrase los ojos, ahí también podía encontrarlo. Venía hacia mí con esa torpe maquinaria de pasos y de gestos que lo caracterizaba. Una larga serie de movimientos de las manos, de los pies, de la cabeza, de los ojos, de la boca, de las piernas, tan artificiales que no le pertenecían. Una fuerza invisible lo llevaba y lo atraía siempre por donde yo andaba. A veces, no muchas, llegué a creer que fuera de mi alcance, de mi vida, no existía en verdad. Yo no se lo contaba a nadie. No, nunca me animé a contárselo a nadie porque tenía miedo de que fuese tomado por una simple alucinación. Sin embargo, no puedo mentirles: yo también dudaba de su existencia.

¿Qué decirles del Loco? Muy baja estatura. Extremidades desparejas (creo que un brazo más largo que el otro ¿el derecho?). Saco largo grueso, dos o tres talles más, que le llegaba hasta las pantorrillas. Zapatillas grises. Un Pantalón de vestir gastado que le arrastraba. Cigarrillo pegado atrás de la oreja. Cabeza pequeña, bien redonda, incrustada a presión en un cuello de camisa roñoso. Pelo corto y cara sin barba. Tez morena. Sí, así era el Loco. Así es.

Mi memoria lo sorprende a la salida del colegio comiendo un chocolate; en un colectivo, sentado al fondo, viento en la cara y ventana abierta de par en par; a la vuelta de mi casa, junto a un cantero con flores desnudando nubes; a orillas del Quilpo espantando abejas con un diario; en una polvorienta calle de Humahuaca probándose sombreros; leyendo, en la puerta de una iglesia en Palermo; paseando un perrito blanco a la salida de mi trabajo, por la vereda de enfrente. En fin, podría fatigar mi memoria durante horas, pero no quisiera aburrirlos, no. 

Ya de grande, a mí que los años caprichosos me fueron (des)dibujando, a él ni lo rozaron. Sí, uno de los dos fue creciendo. Uno de los dos, se volvió cada vez más mezquino, más solitario, más triste (vos lo sabés bien). 

Su “locura” no me consta. ¿Pero… qué es la locura? No lo sé. Sospecho que este relato lo es.

Hace un rato, muy, pero muy lejos de casa, casi nos llevamos por delante a la entrada de un bar. Lo de siempre: él ni me miró, yo no pude dejar de hacerlo. Estamos en la calle Hipólito Yrigoyen. No hay muchas personas. Sigo caminando como puedo, lleno de recuerdos, hasta Combate de los Pozos. Tengo que detenerme, tengo que detener el tiempo con todas mis fuerzas. Recordar y retroceder siempre da miedo. Resto quince o veinte pasos a la vereda. Parado delante del mostrador, ahí está el Loco. Habla con el dueño. Estará pidiendo algo para comer, aunque si lo pienso bien jamás lo vi mendigar.

Yo niño, yo adolescente, yo joven, yo adulto, lo miramos ahora para sumarlo a la memoria.  

Guardo el celular. No es necesario disimular más. Aprieto mi libro debajo del brazo y apuro el paso como un perseguido. Cruzo varias calles y semáforos. En una plaza, una vía láctea de árboles y pájaros lo coloniza todo. Yo quiero mirar el infinito y construir un Aleph en el aire para olvidarme por un ratito de vos. Me siento en un banco bien alejado. Con el sol en la cara, pido un deseo. Abro mi libro y me caigo adentro.

Un viento revuelve los árboles y el pelo.

"Finalmente tengo el placer…" dice una voz de catarros de siglos.

El Loco se me sienta al lado. Su respiración es casi la mía. Se arremanga las bocamangas de los pantalones. Por primera vez lo veo fumar. Escupe en el pasto.

Unos perros con sarna en el culo se mordisquean.

“¿Vas a seguir leyendo? Aprovechá. Sí, mejor aprovechá nomás. Mirá que adónde vamos no hay libros. Allá, no necesitás mirar el infinito ni hacer fuerza para olvidarla.”

Un poco fastidioso, cierro el libro. Lo apoyo en el banco todo cagado por palomas. Me paro y sigo al Loco que camina unos pasos adelante.