El MEJOR AMIGO DEL HOMBRE
Por: Maite Escudero
I.
Hace frío y siento la sangre corriendo por mi cabeza. La imagino dulce, tan dulce que me embriaga. Tan dulce como la sangre que acabo de probar: la sangre del tirano. Veo llegar la oscuridad. No lo imaginé así, pero está sucediendo. ¿Esto es la muerte? ¿Así es como se siente?
II.
Le gustaba viajar en auto. Bajar la ventanilla y poner allí el codo, sentir el viento en la cara, mientras escuchaba música de ruta. Perderse con ella. Cuando se conocieron, él acababa de comprar el Peugeot bordó, usado casi nuevo, a su primo de Olavarría. Cuando se conocieron no existían los silencios incómodos; después de conversar un rato y compartir unos mates, él miraba hacia adelante y ella al costado del camino, mientras su mano, hermosa y suave, reposaba sobre su muslo. Y entonces sí, él se sentía el hombre más feliz del mundo.
Mar del Plata, 9 de Julio, Viedma, Las Grutas, ella. Cada vez se animaba a ir un poco más lejos, el auto respondía bien en el camino, hasta aquella vez de la inundación cuando ya no quiso funcionar más, se habían reído tanto, que lo recordaba como uno de los viajes más felices de todas las vidas que había vivido. La lluvia los había sorprendido y ya no pudo reaccionar, el motor tampoco. Esperaron por ayuda subidos al techo del Peugeot, y ella reía y cantaba canciones de viejos marinos mientras se aferraba a la mochila y él, muerto de miedo, se aferraba a ella y reía también. Pero esa alegría, esos instantes de felicidad, desde hacía unos meses, solo los compartía con Sofía. Tan joven, tan llena de vida, siempre dispuesta a reírse de sus chistes tontos. Su perfume dulce era lo único que esperaba todas las mañanas al llegar a la oficina; tomar un café con ella lo hacía reconciliarse con todo lo demás. Porque ya no había nada más.
III.
Lo único que me falta es que esta porquería de auto se quede otra vez. Chatarra horrible. Encima hay un olor a vómito que no sé cuánto más va a durar. No creo que lo haya llevado a lavar, ya no le creo nada. Si lo hubiese llevado a lavar el olor no estaría más. ¿Qué hiciste esa tarde? Qué me importa… Sabe muy bien que Bauti no resiste los viajes largos, pero dale qué va, total, la tonta se banca todo: el llanto, los pañales, los vómitos, la papilla, el dolor de cabeza. Él, la vista al frente y se desentiende de todo. La oficina todo el día y el resto no le importa. Ni la dirección de la guardería sabés, infeliz, y ahora querés un perro. ¿Y quién va a sacar a pasear el perro? ¿Vos? Sí, seguro ya quiero ver eso. ¡Yo lo voy a terminar sacando! Y preparando su comida y llevándolo al veterinario. No sabés cómo se llama la pediatra de tu hijo y me querés hacer creer que vas a llevar al bicho al veterinario. Sí, claro. Ahí empiezan los espejismos en la ruta. Seguro que hacés el mismo comentario estúpido de siempre. Diez años escuchando la misma pavada. Ni de eso se puede dar cuenta, ¿cómo es que no sabés que un chiste repetido al infinito ya no causa risa? Tendría que cerrar los ojos y hacerme la dormida, como antes. Si tan solo Bauti dejara de gritar cada vez que ve una vaca. Tarde, ya tuviste que hablar, ahí te regalo media sonrisa a ver si así te das cuenta que ya no te soporto. Ni un hijo, ni un perro, ni un viaje van a salvar a esta familia. Es hora de cambiar el auto y la vida.
¡Basta! No voy a pensar en eso ahora. No voy a llorar enfrente tuyo, ni enfrente de Bauti. En realidad, podría arrancarme mechones de pelo, gritar desesperada, decirte cuanto te odio mirándote a los ojos y ni así te darías cuenta. Seguirías con los ojos en la ruta, pensando en todo lo que fuimos. Instantes.
IV.
¡Vaca, mamá! ¡Abol! ¡Abol! Uhh ¡Vaca, mamá! muuuu muuuu Vaca Lola, vaca Lola tene abeza tene cola muuu
V.
El olor a tierra mezclada con cemento, barro húmedo, gusanos y solo un poco de pasto seco, áspero. Un rosal sin flores, dos margaritas raquíticas, una planta de jazmines que me hace estornudar. Un naranjo plantado al costado izquierdo, justo en la esquina. Caen en el invierno las frutas redondas, parecen pelotas y las pateo lejos. Me retan, me pegan. No entiendo. Les hago saber que me disgusta que me peguen, les muestro mis dientes y se enojan más. Un tiempo después, dos meses, un año, dos segundos, la casa huele a naranjas y a harina, y a esencia de vainilla y canela. La familia se sienta a la mesa grande. No estoy invitado, pero me acerco igual, quizás, el pequeño me regale unas migas. Esta vez no, los altos me sacan y me llevan otra vez al jardín del fondo. Ella mira si cayeron más naranjas, él cierra rápido la puerta de vidrio para evitar mi regreso. Doy vueltas preparando el piso, mirando sus lajas, oliendo la pastina, y me acuesto allí. Hace frío, me duermo dos segundos, dos meses, un año.
Adelante, las cosas ocurren con más alegría, con más sonrisas. En el medio hay cemento y se puede andar sin ensuciarse los días de lluvia. A los costados pasto esponjoso, mucho pasto y tréboles. Dos rosales por lado, hortensias y lavanda. En el lado izquierdo aún se ve el hoyo de tierra que dejó el aloe vera. Lo sacó el gigante después de mis vómitos y la diarrea del fin de semana a causa de la aloína. A ella no le gustó tener que regalársela a la vecina de enfrente, y creo que todavía me odia por eso ¿Pero yo como iba a saber? De la Hortensia sí sé, por eso no me acerco. Y, además, porque tiene pinchos alrededor. Me parece que ellos también saben. La gran reja de enfrente huele a pintura recién puesta. Pasa la gente y me mira, yo los saludo y algunos se asustan. Otros sonríen. Los gigantes también sonríen cuando la gente pasa, y me tocan y les dicen cómo me llamo. Una palabra rara que ellos se inventaron. En el jardín de atrás estas cosas no suceden. No sonríen, no me tocan, no me miran. El tirano me arrastra desde las orejas. Le hago saber que me molesta, le muestro los dientes, tiro con mi lomo para atrás y con las patas lo alejo. Me retan a mí, no a él. Regresa. Lo único que tenemos los dos es tiempo. No sé definir el tiempo, pero todo lo invade su presencia. Los gigantes cuidan del tirano. Es molesto, es odioso, es cruel, huele a vómito y a jabón. Su carne parece tierna, su cabeza entra en mi boca. Los gigantes son más felices cuando él no está. Si presiono un poco más lo rompo. La sangre es dulce y caliente. Un grito, visceral y desgarrador, me ensordece. Siento la patada en mi estómago, pero sigo mordiendo más y más. Siento la bala entrando en mi cabeza y lo suelto. Corro un segundo. Corro un año. Corro meses enteros.
En esta cueva helada está la oscuridad. Me agazapo y espero la muerte sabiendo que cumplí con mi deber: hacer lo que ellos no se animaban a hacer. Los liberé de lo que odiaban. De la tiranía, de ellos mismos, de mí.