EL CARACOL

29.08.2024

Por: Luis Duarte


El viejo Morrison se sirve una cerveza más: ya tiene la decisión.

-Si Dios no aparece antes de las 12 -dice, aunque nadie lo escucha-, me mato.

Y para las 12 falta una hora.

Morrison mira cómo van cayendo por la pared del bar los escupitajos frescos. Parecen gotas del infierno, piensa. Y sonríe, pero sin ganas.o

Los tres pibes, los pies apoyados en la mesa, toman cerveza y se ríen. Hablan de hazañas sexuales que a Morrison lo distraen por un momento.

¿Y si la vida perfecta fuera eso: tomar, escupir y reírse?

Para ellos, acaso él sea invisible.

El más eufórico de lo pibes propone un brindis por el descubrimiento del Viagra. Los demás lo acompañan. Chocan vasos, toman a fondo blanco, eructan.

El eufórico saca ahora una tableta del bolsillo y la tira sobre la mesa. La señala y dice:

—Amigos, con ustedes…, ¡el Nuevo Dios!

Aplauden, vitorean y vuelven a sentarse. Las gargantas rugen como volcanes. Otro, el del cuello tatuado, propone rezarle a la tableta. El grandote apoya los codos en la mesa, junta las manos y pide silencio. Sus amigos lo imitan, cierran los ojos y lo escuchan atentos.

Cuando las carcajadas aflojan, Morrison se manda el último trago con tanta fuerza que salpica la lengua roja estampada en su remera. No le importa.

Los acordes de Santana salen de los parlantes que dan a la calle, a esa Avenida del Sol.

Morrison ve pasar a la gente, esa gente tan de pueblo —tan de ahí, de Merlo—, y piensa que si él hubiera vivido siempre en ese paraje, tal vez…

Querría posar la mirada en algo que valiera la pena recordar. Pero no lo consigue. Entonces, se concentra en los gargajos, hurga en la memoria, busca algo que lo acaricie. Mueve las piernas en un compás rápido y parejo; sus zapatillas parecen cocodrilos masticando aire.

Mira el reloj, llama a la camarera y saca la plata del bolsillo.

Al lado, el del tatuaje pide otra cerveza.

—Son setenta y siete pesos, señor —le dice a él la camarera.

—Sí, servite… y quedate con el vuelto.

—Gracias, muy amable.

—Sólo te pido un favor, nena —dice Morrison—: alcanzame un papel y una birome.

—Desde luego, ya se lo traigo.

A las once y media, escribe:

En los últimos meses han muerto todas las personas que me rodeaban. Primero, mis padres; después, mi mujer; y hace apenas un mes, mis dos hijos. Supongo que la primera angustia se cargó a las demás. Desde entonces la soledad me está aplastando. Ya probé todos los remedios y no encuentro motivos para seguir viviendo.

Dejo mi casa al Municipio para que se use como comedor escolar. Deseo que me cremen y esparzan mis cenizas en el arroyo "Piedras Blancas".

No sé qué suerte correrá este papel, pero si cae en manos de una persona honrada, le pido que escriba en letra bien grande "Nunca intenten cambiar a otro...es posible que lo pierdan"

Firma: MORRISON, y se seca las lagrimas. Dobla el papel, lo guarda en el bolsillo. 

Morrison lo mira sin parpadear.

—Nadie sabe que existo —sigue el otro—. Soy un espíritu errante que la humanidad ha dado por muerto. Con el paso de la vida, he ido perfeccionando mis sentidos. Esto que vas a escuchar, querido amigo, no saldrá de mí, sino de las más oscuras fuerzas de la Sabiduría Eterna. ¿De acuerdo?

Morrison asiente.

—Quien te habla, querido amigo, no es Contonete: es un caracol.

»El caracol es un hermafrodita. Y, como vos bien sabrás, está obligado a aceptarse así como es. Pero además, estimula sexualmente a su pareja disparándole un dardo transparente.

»En realidad, querido amigo, soy un caracol, una abstracción que camina por un laberinto de tierra. Me arrastro y emito un rumor seco: lo que vos conocerás como el sonido de un cepillo de dientes.

»Hace mucho que vengo buscando la salida a ese laberinto. Y cuando creo hallarla, un nuevo bloque plateado (pronto sabrás de qué hablo) me estira la angustia, me ensancha la brecha. Después, permanezco horas meditando, raspando el caparazón contra esa pared ciega hasta enfrentarme con otro destino: un nuevo camino. Así he pasado mi vida hasta este domingo cuando, luego de una nueva caminata infructuosa, me pregunté si era necesario encontrar la salida. Pensé: "Haber recorrido tanto espacio sin éxito me ha dado un sentido remoto de pertenencia, pero sentido, al fin". De tanto transitar, he dejado un surco, que cuando llueve se convierte en charco, y yo uso para bañarme. Amigo, cuando uno acepta su realidad, el sol acompaña sus aspiraciones. Al menos, hasta hoy: Día en qué decido morir. Me recuesto, suspiro tan hondo que desato una tormenta en Alaska. Antes de que aparezcan los gusanos, miro por primera vez el cielo y compruebo con desazón que todo este tiempo he estado viajando dentro de una maceta llena de latas diminutas. ¿Entendés, amigo? He vivido sobre una mentira mientras intentaba cambiar la realidad. ¿Querés saber por qué todo cambió para mí desde el domingo?

—Por favor.. —responde Morrison, inclinado hacia adelante y comiéndose las uñas.

—Una pelota de fútbol rebotó contra la maceta y la hizo caer. Jacinto, mi examo, festejó el gol, abrazado a su padre. "Fue palo y gol", gritó el pequeño. Y enseguida lo llamó la madre a tomar la leche.

»Para mí el cielo había quedado vacío. Desde ese día hasta hoy, en la maceta reina el silencio. "¡Soy libre! ¡Soy libre!", grité para todos lados. Pero no salí: mi secreto es tan pesado que no puedo arrastrarlo. Amigo, comprendo que mis dioses siempre han estado en la Tierra. Para finalizar, te digo: ningún destino depende del azar, sino del esfuerzo.

Morrison se seca las lágrimas y, cuando intenta agradecerle a Contonete, este ya se ha ido. Como puede, se levanta y encara la salida.

Afuera, Carola está leyendo un libro, apoyada contra la pared.

—Y, ¿cómo le fue?

—Bien, vamos a tomar una cerveza. ¿Sabés algo, piba? Mientras escuchaba la historia del gordo, me pregunté dónde habías estado estos últimos veinte años.